jueves, 30 de diciembre de 2010

busco acaso un encuentro que me ilumine el día

Apenas escuchaba al motoquero explicando sus plegarias con Dios. De fondo una guitarra. Igualmente lo que más provocaba que abra los ojos y cayera lentamente en la cruda realidad era ese algo que bajo mi cabeza vibró, moviendo ligeramente la liviana y acolchonada superficie. Instantáneamente y sin pensarlo, ya era costumbre, busqué el maldito aparato bajo el cojín. Todavía perdida en ese mundo perfecto y sin pensar lo que hacía apreté los botones correspondientes para lograr el tan esperado silencio. Ese acto demostraba lo acostumbrada que estaba a mi viejo teléfono celular.
Como todas las mañanas, me desperté ya cansada. Y ahí estaba: parada en medio de mi habitación, reflejándome en el viejo espejo de mi bisabuela, que debido a lo ocurrido tres días atrás, estaba ahora decorado con un vago rostro sonriente. Había aprendido a ignorarlo. Me cambié lentamente, eligiendo cuidadosamente la remera indicada para volver al colegio después del fin de semana más raro de mi vida (una amplia y vieja de mi papá que con letras negras pintadas a mano alzada rezaba “Tropicana Rock!” ). Me puse un jogging cómodo y viejo, y mis zapatillas favoritas: andrajosas que ya habían pasado al desuso, pero por ser lamentablemente una ocasión especial, las usé. Mi cara estaba limpia, sin maquillaje. No fresca porque me había dormido empapada en lágrimas. Pelos peinado común, igual al de todos los días, no estaba en estado productivo. Desayuné desganada, saludé a mi papá apurada, ya que la bocina desde el auto de mi mejor amiga había sonado ya.
El trayecto al colegio fue silencioso (de mi parte, mi compañera se notaba igual de feliz que el resto de los días). Yo, absorta en mis pensamientos. Mi estado general era un nudo, pero estaba ansiosa por regresar al colegio después de esos largo y difíciles sábado, domingo y lunes. Quería ver caras conocidas, recibir abrazos de pocas personas. Me bajé rápidamente del auto, mientras las escasas lágrimas que me quedaban se escapaban de mis ojos como si tuvieran vida propia. Aún así, yo no me esforzaba para nada en contenerlas, y tampoco lo disimulaba.
Cuando crucé la puerta, fui recibida de la manera menos esperada. El colegio estaba vivo, estaba igual que siempre, los murmullos diarios eran otra vez la música de fondo. Parecía que nada tuviera sentido. La gente definitivamente no se sentía como yo, que sólo quería despertar e irme a otra realidad, mis compañeros parecían emitir la misma luz que todos los días. Tenía una impotencia que intentaba abrirme el pecho desde adentro, quería ser expresada, explotar como una bomba de estruendo y dejar sordos a todos. Algo me golpeaba desde lo más profundo de mi ser, por ende las sonrisas que me dedicaban no eran bien correspondidas. Mientras cruzaba el pasillo sólo esperaba una cosa, tenía un sólo objetivo, algo que me hacía vivir y morir al mismo tiempo. Por fin había comprendido lo que era estar verdaderamente triste, el desear desaparecer por un rato. Volar escapando a ese lugar que tanto deseaba y buscaba todas las noches. Pero los hechos visibles me servían en bandeja otra realidad.
El objeto en que había pensado y al que había esperado desde que me había despertado, estaba como lamentablemente algo me decía que iba a estar: vacío. Si bien tenía una extraña sensación de que no era cierto, simplemente lo era. No había materia que lo ocupe, pero estaba segura que los restos de ella estaban justo ahí. Algo tenía que haber sobrado de toda esa mierda, algo puro y sano seguro había podido escapar de la explosión, del desastre. Algo impalpable, invisible, como él. Al ver esa silla através del vidrio no pude aguantar y decidí (no yo, si no mi cuerpo) tirarme al piso y soltar una pequeña parte de la basura que tenía dentro. Los desechos brotaban sin parar desde mis ojos. Desechos crueles pero ciertos. Cuando me calmé, fui al baño, mi lugar de reflección. Me miré al espejo y vi mi cara demacrada y roja, me sonreí falsamente sólo porque él me decía que lo haga. Cerré los ojos y grité en silencio. Eso es lo peor de la impotencia: no poder hacer nada. Tomé valor y abrí la puerta para salir al pasillo otra vez y encontrarme frente a frente con la verdadera realidad.
En el momento en que levanté la vista para dirigirme al aula, sentí como el pecho se me llenaba de ganas de explotar, salir corriendo y golpearme con una pared. Pero esta vez, como un impulso que responde a la dicha. Automáticamente la sonrisa más sincera del planeta se dibujó en mi rostro, estaba segura de que mis cachetes ya no podían hacer más fuerza. Sin pensar lo que hacía grité como una loca y lágrimas dulces nacieron de mis ojos, no se si por la alegría o porque ya era mera costumbre. Corrí hacía mi amigo con los brazos abiertos de par en par, más viva que nunca, improvisando cada paso y llenando mi cuerpo a baldazos. Mis ojos no podían creer lo que estaban viendo, ¿me estaría volviendo loca? ¿estaría perdiendo realmente la razón? A decir verdad, en ese momento esa pregunta ocupaba muy poco lugar en mi cerebro. Estaba experimentando por primera vez en mi vida lo que era ser extremadamente feliz, la alegría profunda, inmensa y pura, la satisfacción de saber que no necesitas nada más para seguir adelante, la sensación de que realmente todo te chupa un huevo. Nunca había tenido el alma tan llena, sentía que flotaba, pero no parsimoniosamente como lo hace un panadero, si no que me movía enérgicamente, como un colibrí y estaba segurísima de que me sobraban energías para correr el resto de mi vida. Mientras mi cuerpo temblaba incontrolablemente, yo sólo repetía su nombre mientras lo apretaba con toda la fuerza que repentinamente me había nacido del interior. Estaba encerrada entre sus gigantes brazos, y me sentía la persona más feliz del mundo: ¡decididamente estaba hecha! Quería saltar como una loca, desquiciada. Y que él me mire igual que aquella vez y me diga: FOA. Sentir su calor era más que suficiente para continuar mi vida despreocupada, no necesitaba nada más, él se había vuelto más vital que la música, que el agua. Él había sido la causa de que hiciera cosas que nunca había imaginado, tener ideas que nunca había tenido, él había cambiado mi vida bruscamente, me había hecho crecer, madurar, me había enseñado cosas todos los días, hasta cuando creía que se había ido. Él me había hecho ver la vida desde otro punto, me había hecho chocar contra un muro gigante y quedarme atontada, perder mi optimismo. Pero eso había pasado, esos recuerdos eran vagos y difusos. Estaba viva, y él estaba vivo, junto a mí. Estábamos viviendo juntos, respirando el mismo aire, tal y como habíamos planeado.
- ¡Cocita! – articuló él, seguramente sin entender nada y su reconfortante voz sonó más reconfortante que nunca. Era lo único que necesitaba para pisar el mundo y sentirme capaz de todo, era la palabra más hermosa que había escuchado en mi vida. Era el abrazo más perfecto que podía existir en la faz tierra, el momento más esperado, más deseado, el más FELIZ. Todo en ese instante carecía de razón. Y es que las mejores cosas de la vida no tienen sentido.


de sólo imaginarlo soy la mas feliz

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